Sospecho que ese bigote a lo “Pepe
Cortisona” del alcalde de Arequipa debe traerle más rentabilidad que sus mismas
palabras. Está bien cuidado, se nota que las pinzas rastrillan ese bosque negro
que adorna como paréntesis desorbitado un rostro que siempre parece estar en signo
de admiración. Sobre todo cuando le preguntan sobre sus aceleradas promesas y desorbitadas
reacciones, el bigote parece inmutable, limpio y sólo descompaginan con este
escenario uno que otro vello perdido en medio de las cejas.
Ni siquiera se mancha por la
cantidad de cremas y maquillaje que habitualmente rodean al bigote. Si una
sonrisa disforzada esconde en realidad una molestia en un político, cuando se realiza
tras el bigote florido de este burgomaestre, entonces ese gesto, que podría ser
interpretado como hipócrita, seguramente pasa desapercibido.
Le da seguridad. Al menos una aparente
seguridad y si no lo tuviera, probablemente no hubiera tenido el éxito que
tienen por haber logrado en política vecinal lo que muchos no creían. Pues de
ser un procesado directivo de una asociación empresarial que construyó unos
edificios cuestionables, pasó a ser el alcalde
de un novel distrito clase mediero donde ya casi todo estaba hecho. De
ahí el trampolín se le debió, entre otras cosas, me imagino que a su bigote.
Porque ese mostacho esconde en
realidad una irreductible personalidad avasalladora y no en el termino psicológico
que podría interpretarse como firme, sino en el sentido estricto de hacer las
cosas avasallando normas, autoridades y tradiciones. Ha sido cuestionado por sostener
promesas incumplidas, obras inconsultas con el Ministerio de Cultura y de mantener
a funcionarios cuestionados que sólo responden a intereses amicales a su
gestión, pero el bigote sigue inmutable. Esa herencia constituye parte de esta
realidad tan peruana de hacer las cosas a caballazos, como si no interesara el
estado de derecho, la opinión de los cuerdos o el sentido común.
A 20 años de la captura de Abimael Guzmán, que
sirvió para que se consolidara el fujimorismo, esa manera informal de hacer doctrina
casera y manipular la opinión a costa de
un caudillo que hacía obra a pesar de todo, pues ese estilo ha sido heredado en
cientos de líderes nacionales y provinciales. Ese consustancial autoritarismo
mezclado con poses ridículas sobrevive en muchos políticos que piensan que este
modelo fue un ejemplo a seguir de cómo la gente seguirá amando a sus representantes
a pesar que estos sean autoritarios o huachafos. Esto imaginan muchos, como el
susodicho del bigote.
Por eso le es rentable no
eliminarlo. Sino, por el contrario cuidarlo, como un distintivo singular que
además muestra cierta hombría tan debatida, despabilada y humorística en los
corrillos de sus opositores. Y en muchos casos, tal vez la mayoría de veces,
desvía los reflejos de la crítica hacia una observación de lo muy particular
del bozo. Muy negro, ojo, pintado cada
tres días y en Spa, suponemos varios. Y por supuesto hay muchos que afirman que
los espejos son obligatorios en el municipio y es que al verlo es imposible no
referirse a él y dejar de lado por un momento lo oscuro que está detrás del
bigote.
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