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Cuando el bolsillo aprieta estrangulando la vida.
No puedes caer en desgracia si ya estás en ella hace un “shunto”
de tiempo, explicó Edgar, mientras me contaba una serie de tragedias de las
cuáles se reía con una extraña y macabra ironía que realmente daba risa que lo
ofendía. Me daba gracia, porque a la vez que contaba su odisea, como una
película plagiada de mi vida misma, lamentablemente asocié su desgracia con la
mía.
No tener dinero debe ser una de las cosas más cercanas a
la felicidad me repetía para convencerme de algo que yo padecía sin su entusiasmo.
Mientras sus cuentas de sus varios teléfonos, sus tarjetas de plástico, las pensiones
de sus hijos, el diario, sus pasajes y hasta sus vicios lo ahorcaban lentamente a tal punto
que ya no quería regresar a su casa para no soportar las lágrimas de su hijo y
los reproches de su eventual mujer. Pero igual reía como un destripado.
Todo empezó por la obediencia de la maldita banda magnética que no hace
reproches. Mientras más la traspasaba escuchando las promesas de inicio de pago
después de tres, cuatro, cinco meses o el fin del mundo, seguía atravesando esa
ranura con cara de culo de chancho – alcancía y continuaba sonando la extraña
música de caja que le expendía lo que a sabiendas no podría pagar.
No quería morir sin sacar y prestarse de aquí y de allá. De tantos
parientes acudidos y amigos que se disculpaban cuando los llamaba porque
adivinaban sus intenciones de matar la amistad, pidiéndoles dinero. Por eso
supongo, llegó a mí cuando se le acabaron los últimos amigos. No para pedirme
nada porque sabía de mi franqueza, sino para reírse con esas ganas
desorientadas que tienen los suicidas antes del ocaso.
Pero Edgar Fernández no tenía la suficiente valentía para atravesar el
umbral de los valientes, además, aunque su felicidad incontrolable era algo
parecido al desquicio del alcohólico o el drogadicto, aún rondaba en su memoria
sus hijos que lo esperaban a que termine su cuarto de hora de locura. Ese
cuarto de hora que quiso compartir conmigo. Fumando su último cigarro Pallman.
Y era extrañamente libre. Por eso no tuve más remedio que ofrecerle las
canciones de Joaquín Sabina en un intento final de acabar con su frenética
alegría. “No sabía que la felicidad duraba un segundo…me libre de los tontos
por cientos, de los cuentos del bussiness…” y claro, como podía presagiar,
confirmó su destino incierto y hasta patético escuchando “la canción más
hermosa del mundo”.
Ahora Edgar está durmiendo ideando sin sueños (no puede tener ese lujo)
cómo hará para estirarle el dedo medio a esos agoreros de buena esperanza que
le enrostran cifras y más cifras de la buenaventura nacional tan contradictoria
a sus bolsillos. Y lo más importante, como mierda pagará sus cuentas sin pasar esa
raya moral trazada con sangre en sus largos años que vivió con su madre. Ganas
no le faltan, pero aún se mantiene fuerte como esa maldita plastilina que no
puede pagar y que le piden a su hijo
para llevar al colegio.
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