¡El Manix!

Cuando un amigo se va.

Por Héctor Tintaya Fería


No era muy alto pero tenía la corpulencia de un hombre adiestrado por el rigor y la fuerza que la vida impone a los que necesitan de hacerse un sitio en ella. Era fuerte, talvez muy fuerte, golpeaba como un boxeador de calle y caminaba con la prestancia de un patrón de los barrios más osados del distrito de Alto Selva Alegre en Arequipa. Y ahora dicen que el Manix se ha muerto de un buen golpe en todo su cuerpo, en su gran cuerpo y, pese a que su fuerza lo ayudó a resistir durante varias horas, la inclemencia de la brutalidad del vehículo, la noche serena de Cajamarca y ¿porque no? la soledad terminaron talvez por matarlo.

Se fue el Manix, el amigo, el bebedor incansable pero siempre justo, el enamorador, el solitario, el entrañable, el pelotero, el de la sonrisa fácil y gritona, el del barrio, el siempre amigo. Se fue, entre la soledad desconocida de un camino de Cajamarca en el momento que recordaba su niñez por las canchas de tierra de la Rousbell, de la Av. Arequipa, mientras se imaginaba tirándose en la piscina de El Filtro o evitando las aulas para ir al río Chili, aguas arriba, entre los matorrales y la caña de cometa, buscando la felicidad.

Se fue, cuando recordaba nuestro indescifrable colegio Tupac Amaru, cuando vestía esas cintas de patrullero, rojo y blanco, como le gustaba explicar su amor por la patria, tocando la trompeta con sus cachetes rojos y apiedrados, pequeño, entre los más grandes, buscando su espacio con su camisa color blanco, manga larga y su mechón ensortijado que le daba el aire de un adolescente afiebrado por las modas, pero tierno para la conquista de las muchachas del Micaela, del Arequipa o de repente para que sólo lo mire su amor Jeny, de entonces y talvez de siempre.

Se fue, cuando pensaba en el Junior – sí Manix, el Guatón, como le llamabas – en el Flaco, en el Raúl o en el Fede, exigiendo que salieran a las cuatro de la mañana a correr por las frías calles de Independencia hasta Chilina para terminar en el parque molestando a las madrugadoras. O Simplemente jugando una pichanguita en medio de la Romero y volver a la casa para preparar el atún, comer feliz masticando los mejores años de nuestras vidas en medio de las chicas, no tan chicas que fueron tus mejores aliadas hasta esperar que tu viejita te encuentre y te lleve donde tu padre, el mister Raúl, con tus hermanos que ya llegaron a tu casa, esa, la de siempre, desde donde podíamos escuchar tu silbido como un ruego de la amistad que jamás muere.

Se fue el Manix, dice un teléfono asustado que seguramente no lo conoció, que seguro era ajeno al semblante de rudo que tenía, que no sabía la forma en la que se enfrentaba a los enemigos de sus amigos, a la forma en la que una vez, por ejemplo, se metió entre todos sólo para sacarnos de una y otra pelea callejera. Ahora se fue dejando a su viejita lejos, a su padre triste, a sus hermanos en signos de interrogación, se fue el Manix justo cuando debió coronar su soltería y avisarnos que iba por fin a terminar con esa vida de pishicotero – como se dice acá en la selva – Ya ves Manix, ahora lejos, tampoco por eso te despedí ni te dejé la camiseta de Los Naranjos en tu pecho, y todo por eso parece tan irreal y veloz que no hago sino recordar esos tiempos que nos pertenecieron, esos tiempos de la playa, del colegio, de las canchas, de las citas en el frío de la noche, de la piscina, del atún, de las bicicletas, de las madrugadas en el parque de lo que me contabas de lo que no nos contabas, de Jeny y tus amores. Manix Guárdanos la cancha del fulbito que uno por uno vamos a volver a conformar el equipo que esta vez se quedará hasta de noche jugando así nos riñan nuestras madres. No te olvides “cuñao”, mira que los malos y los grandes a veces no nos respetan. Espéranos.